El dilema de la pendiente por Manuel Conthe‏

¿Resulta moralmente admisible una “Ley de plazos” que permita el aborto libre? ¿Deben prohibirse las corridas y, si se hace, extenderse la prohibición a los correbous o encierros? ¿Es Cataluña una nación? ¿Debe permitirse a la policía parar espontáneamente y pedir que se identifiquen a personas de ciertas razas o etnias, por si son inmigrantes ilegales? ¿Deberían los Bancos Centrales elevar transitoriamente su objetivo de inflación (desde el 2% a, digamos, el 4% ó 6%) para facilitar la salida de la crisis financiera?


¿Debieran subirse los impuestos directos a los “ricos” para rebajar el déficit presupuestario provocado por la crisis? ¿Representan genuino “capital” las participaciones preferentes y otros productos híbridos emitidos por las entidades de crédito?

A mi juicio, todas esas dispares cuestiones –algunas de las cuales han dominado la vida política española en los últimos meses– resultan polémicas porque encierran un dilema común y espinoso: el de la “pendiente resbaladiza” (slippery slope).

Ese dilema surge del inevitable uso social de conceptos y reglas que no tienen una frontera nítida, ya que se proyectan sobre una realidad continua y gradual; en consecuencia, cualquier criterio de demarcación es siempre algo arbitrario, lo que hace que no nos repugne –e incluso nos atraiga– que se altere ligeramente; por desgracia, sin embargo, una serie de pequeñas alteraciones sucesivas nos podría llevar, pendiente abajo, a un resultado inaceptable, muy alejado del inicial; ahora bien, si para conjurar ese peligro nos aferramos a un criterio rígido e inamovible ¿no estaremos pecando de irracionales y aplicando varas de medir muy distintas a situaciones casi idénticas?

Paradoja del sorites

Eubúlides de Mileto, filósofo griego contemporáneo de Aristóteles, formuló el dilema en su célebre paradoja del “sorites” o “montón” (soros, en griego): si tenemos un montón de trigo, no desaparecerá si nos limitamos a retirar un solo grano.

Así pues, si un montón tiene granos, seguirá siendo un montón aunque pase a tener n-1. Ahora bien, si aplicamos ese razonamiento y vamos sustrayendo grano a grano, acabaremos llegando a la sorprendente conclusión lógica de que puede existir un montón de trigo sin un solo grano. Otra variante de la paradoja popularizada por Eubúlides es la “paradoja del calvo”: ¿cuántos pelos se le tienen que caer a un hombre para que podamos llamarle “calvo”? Si aceptamos que la caída de un único pelo no convertirá nunca a nadie en “calvo”, llegaremos a la conclusión de que nadie se convertirá en calvo por mucho pelo que pierda.

La paradoja se formula a veces como la “paradoja del batracio”: si filmamos el proceso de crecimiento de un renacuajo, ¿cuándo podremos decir con precisión que se ha transformado en rana? La versión, en fin, del “hombre rico”, nos demostrará que un mendigo jamás podrá hacerse rico, pues si una persona no es rica, no empezará a serlo por recibir una moneda y, en consecuencia, nunca llegará a serlo por muchas monedas que reciba.

La paradoja del sorites fue utilizada por los Escépticos para atacar a los Estoicos, cuya Lógica reposaba sobre el principio de “dualidad” o “bivalencia”: las personas y objetos tienen o no tienen ciertas características, sin que quepan situaciones intermedias. De ahí que los Estoicos negaran que existan grados de virtud: una persona es viciosa o, por el contrario, perfectamente virtuosa; de igual forma, establecían una nítida divisoria entre la sabiduría y la ignorancia.

Fronteras de la persona

La paradoja del sorites y el dilema de la pendiente resbaladiza afloran cuando las leyes tratan de delimitar el grado de protección que merecen aquellos seres que, como los fetos humanos o ciertos mamíferos –grandes simios (chimpancés, orangutanes…), toros…–, no son personas, al menos en sentido pleno.

En lo que atañe a los embriones humanos, es legítimo atribuirles –como hacen muchos juristas americanos, siguiendo la estela de la célebre sentencia que en 1973 legalizó el aborto Roe vs. Wade– un status moral gradual (graduated fetal status), en función del avance de la gestación.

Como, por otro lado, el derecho a vivir de esos “seres humanos emergentes” puede reñir con el derecho de la mujer embarazada a tener el pleno dominio sobre su cuerpo (right of bodily dominion), resulta lógico que las leyes de muchos países –entre ellos, la reciente Ley 2/2010 en España– otorguen a la madre un derecho absoluto e incondicional a abortar hasta que el feto alcanza cierta edad –en España, 14 semanas–, derecho que pasa a estar condicionado a ciertas causas médicas una vez rebasado ese hito.

En materia de “derechos” de los animales –asunto al que la catedrática de Ética Adela Cortina dedicó su reciente libro “Las fronteras de la persona” (Taurus, 2009)– el filósofo americano David De Grazia argumenta que los grandes simios son “personas limítrofes” o, si se quiere, “personas no humanas”. No se apoya, pues, en el enfoque utilitarista, nacido en Jeremy Bentham, de evitar el sufrimiento a cualquier ser con capacidad de sentir (sentience), sino en que las leyes ya consideran “personas” a seres humanos que, como los niños, los discapacitados psíquicos o los enfermos en estado vegetativo, no poseen todas las características de los seres humanos. ¿Por qué no ampliar –señala De Grazia– el concepto de “persona” y atribuir también derechos a seres no humanos? No hace falta advertir, sin embargo, la peligrosa “pendiente resbaladiza” a la que puede llevar el concepto de “persona limítrofe” aplicado a seres humanos.

La iniciativa popular que ha dado origen a la reciente prohibición de las corridas en Cataluña no se basa en el argumento expuesto, sino en el mero deseo de prohibir los espectáculos crueles. Pero muchos detractores de la prohibición la vienen atacando con su propio “sorites”: si de verdad obedeciera a tan nobles motivos ¿no debiera haberse extendido a los espectáculos de toros embolados y correbous, tan arraigados en Cataluña?

Fronteras de las naciones

El presidente Zapatero tenía razón cuando en noviembre de 2004 afirmó en el Senado que los conceptos de nación y nacionalidad son “discutidos y discutibles”. Su error estuvo, probablemente, en no calibrar el inevitable “dilema de la pendiente” que iba a suscitar la ampliación del alcance efectivo de tales conceptos en el nuevo Estatuto de Cataluña, asunto con el que el Tribunal Constitucional ha tenido que lidiar durante varios años.

La sentencia del Tribunal confirma, en efecto, que “el término nación es extraordinariamente proteico (pg. 467), pero, con buen criterio, tras recordar que el artículo 1.2 de la Constitución atribuye en exclusiva la soberanía o poder constituyente al “pueblo español”, señala que expresiones del Estatuto como “nación” y “realidad nacional” carecen de “eficacia jurídica interpretativa” y afirmaciones como el “derecho inalienable al autogobierno” o que “los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña” no pueden referirse a un poder constituyente o fuente de soberanía ajenos a la Constitución española.

La lectura de la sentencia muestra el extraordinario esfuerzo del Tribunal por encontrar en muchos preceptos y afirmaciones del Estatuto interpretaciones posibles que, sin rebasar el concepto de “autonomía” y entrar en el de la “soberanía”, queden “de este lado” de la Constitución.

No tengo hoy espacio para exponer otros muchos dilemas de la pendiente que anidan en debates económicos recientes. Los dilemas de la pendiente darán origen a encendidas disputas sociales y prolongadas desavenencias, que reflejarán el conflicto entre dos impulsos antagónicos: por un lado, nuestro natural repudio a tratar de forma muy distinta realidades próximas separadas tan sólo por una frontera arbitraria; por el otro, el temor a que una sucesión de pequeños cambios se transforme en una pendiente resbaladiza que nos conduzca, gradual pero inexorablemente, a un destino que no deseamos.

El primer impulso, muy acusado en personas idealistas o ingenuas, nos aconsejará ser flexibles y comprensivos; el segundo, nacido a menudo de la experiencia y típico de las personas realistas, nos aconsejará “enrocarnos” en criterios rígidos que, aunque arbitrarios y poco racionales, eviten peligrosas derivas.

En presencia de dilemas de la pendiente no será fácil encontrar un criterio definitivo y estable que sea invulnerable a la crítica y deje a todos satisfechos. Los debates sociales serán tan prolongados como el de la paradoja del sorites: formulada en Grecia en el siglo IV antes de Cristo, todavía sigue suscitando controversias entre los lógicos.

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