Sanidad: por un copago del 100% por Grabriel Calzada

Artículo sobre el copago sanitario. No es muy favorable don Gabriel. Me sumo a su opinión.

ARTÍCULO:


El Gobierno, noqueado y aturdido tras estamparse contra el muro de la realidad cuya existencia negó hasta el último segundo de su alocada y acelerada carrera a bordo del cohete del gasto público, ha decidido volver a decirse, desdecirse y contradecirse.
Esta vez el tema ha sido el copago sanitario. En pocas horas, la ministra de Sanidad y Política Social, Trinidad Jiménez, ha lanzado un globo sonda sobre la conveniencia de la introducción del copago para, poco después, pincharlo ella misma y quién sabe si meterlo en el BOE en próximas fechas. Según Caros Ocaña, el Gobierno estudió la introducción del copago como una de las posibilidades dentro del plan para recortar el déficit público, pero lo descartó, de momento.
El problema aquí es el mismo que los españoles estamos descubriendo que tenemos en tantos sectores. Nos creímos los cantos de sirena de una sanidad universal, gratuita, igualitaria y de calidad, hasta que nos dimos cuenta que el supuesto derecho social no era más que una fantasía (a)social y generadora de un enorme déficit que la convierte en insolidaria en el plano intergeneracional.
La idea del copago o del ticket moderador surge de una triple circunstancia: el sistema sanitario público acumula un déficit de algo más de 11.000 millones de euros, los españoles vamos mucho más al médico y a urgencias que nuestros vecinos europeos, y la gestión de los recursos es caótica. Las administraciones públicas nunca han sido especialmente habilidosas en cuestiones logísticas y, en esta ocasión, las listas de espera están ahí para dar testimonio aséptico.
Además, cuando el precio por el uso del servicio es cero, la demanda se aproxima a infinito, aplastando la calidad del servicio y/o catapultando el coste. De seguir por esta senda, en el contexto de una sociedad que se va envejeciendo, el déficit alcanzaría, según McKinsey, los 50.000 millones de euros en diez años.
El problema de fondo es que se ha desvinculado al cliente del servicio del pago de la prestación por culpa de la interposición de un tercer agente que primero pone el precio que le viene en gana, luego te lo quita mediante impuestos y, por último, lo gasta sin responsabilidad en un entorno en el que el cálculo económico se vuelve hace casi imposible.
El problema es, por tanto, ese modelo coactivo, universal, gratuito e igualitario que, impuesto en cualquier otro sector, calificaríamos de colectivismo trasnochado. Y un sistema que no funcionó para algo en apariencia tan sencillo como tener llenas las estanterías de los supermercados no va a hacerlo cuando de lo que se trata es de dar con la correcta combinación de recursos, de entre las múltiples posibles, para satisfacer la compleja y variada demanda médica de los pacientes. Nuestros políticos no paran de repetir que este modelo es el orgullo de la nación, pero el 85% de aquellos ciudadanos a quienes se les da la posibilidad de elegir si desean recibir la prestación pública o privada (básicamente, los funcionarios) deciden que sea privada.
Balón de oxígeno
Para intentar contener el efecto financiero de un sistema fantasioso e irresponsable, el Gobierno se plantea ahora una tasa o copago para desincentivar el uso de los servicios, así como volver a reducir a golpe de decreto los precios a sus principales proveedores y seguir prohibiendo la información de las empresas farmacéuticas a los pacientes, no vaya a ser que estos se enteren de la existencia de alguna nuevas medicinas, que suelen ser buenas, bonitas pero no muy baratas. Pero esta tasa sólo es un balón de oxígeno a un sistema que necesita una cirugía por obesidad mórbida. El problema de fondo es que hemos eliminado la libertad y la competencia en un sector crucial.
En algunos lugares en los que los políticos se consideran muy liberales, han recurrido a la gestión privada de hospitales dentro del sistema público de salud, sin darse cuenta de que la medida supone tirar la pelota un poco más adelante y contribuye a la muerte por asfixia del ejercicio libre de la profesión médica y de los establecimientos médicos verdaderamente privados. Donde el paciente no puede decidir qué recursos está dispuesto a dedicar a ofertas médicas que rivalizan por su demanda, no hay posibilidad de una verdadera competencia ni de un uso racional de los recursos.
La existencia de personas pobres que no pueden costearse un seguro médico es una justificación cutre de la colectivización ruinosa de la medicina, equivalente a colectivizar la alimentación con la burda excusa de que, de lo contrario, habría quien no pueda pagarse la comida a fin de mes. La solución al problema concreto de casos excepcionales no puede determinar el modelo en el que se obligue a entrar al resto de la sociedad. El Estado tendría, en todo caso, que dedicarse a garantizar la provisión de los servicios médicos a esos casos excepcionales.
Si realmente queremos solucionar este desbarajuste y el problema financiero al que conduce, devolvamos a los ciudadanos el enorme volumen de impuestos que se les quita para pagar un sistema médico forzoso, démosle libertad de elección con su dinero, saquemos al Estado de la medicina y abramos el mercado a la competencia. La sanidad se convertiría en un enorme polo de atracción de inversiones, de innovación, de generación de riqueza y de empleo, como ocurre allí donde este sector es libre.
Necesitamos un copago, sí. Un copago del 100% que convierta al paciente en el soberano del mercado médico, y la devolución de los impuestos que van a financiar este enfermizo y deficitario sistema público de salud.

Vamos bien por Arcadi Espada

Magistral artículo de Arcadi Espada.

Totalmente de acuerdo con su planteamiento.


ARTÍCULO:
Querido J:
Matt Ridley acaba de publicar un libro. Apreciarás que te lo diga. Se llamará cuando lo traduzcan El optimismo racional: cómo evoluciona la prosperidad. Un párrafo del Guardian expone la profecía de Ridley: «La prosperidad se extiende, la tecnología progresa, la pobreza disminuye, la enfermedad se repliega, la violencia se atrofia, la libertad crece, el conocimiento florece, el medio ambiente mejora y la tierra salvaje se expande». Al mismo tiempo el autor se interroga en el Guardian: «Por razones que no comprendo del todo, parece ser más inteligente negar con la cabeza cuando los otros aplauden. Tendemos al dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y no lo fue. Las obras de Jane Austen, muy bonito, el siglo XIX, sí. Pero la mayoría no podríamos ni acercarnos al salón de baile. Y si hubiésemos podido, el olor corporal hubiese sido terrible.»
Ridley es uno de mis hermanos de tinta. ¡El olor corporal! Yo ni siquiera tengo que ir al XIX. Me basta acercarme a alguna película de Bacall y Bogart para que el tufo de tabaco y dispepsia me estropee alguno de aquellos cabarets en blanco y negro, tan hermosos. Ridley no comprende el prestigio del pesimismo; yo tampoco. Decía hace unos días el ex alcalde de Florencia, científico y escritor de mérito: «Hay dos botones que provocan en el ser humano una respuesta inmediata: el del miedo y el de la esperanza». De acuerdo, por supuesto; pero no se comprende la decantación por el miedo. El miedo debería ser algo así como el valor: un sobreentendido, algo que no mencionan las personas educadas. Es notorio que la vida acaba mal. Sé que en su forma desbocada y moderna la decantación pánica tiene que ver con el periodismo, con su triunfo apoteósico; pero no me basta con decirme que mi oficio sólo aprecia el drama y la tragedia. Sí tengo comprobadas algunas curiosidades marginales. Como esta de que los periódicos muy subordinados celebren con euforia, y sin asomo de espíritu crítico, cualquier mínimo éxito del establishment mientras reservan una lúgubre y cazurra mala cara a las grandes hazañas de la ciencia. Debe de ser algo así como la coartada metafísica. Pero más allá de estas aproximaciones creo que algo se me escapa en la relación entre el periodismo y pesimismo.
El último ejemplo lo hemos tenido con la célula de Venter. El estreñimiento ha sido general, sorprendente. Hasta el punto de que el Vaticano ha tenido que alzar muy poquito la voz: le han hecho todo el trabajo. En el caso de la célula actúa un fantasma muy conocido, que es el de la eugenesia nazi. Un asunto que requeriría incluso más matizaciones que las que le dedica Michael Shermer en el excelente capítulo sobre el negacionismo de ¿Por qué creemos en cosas raras? Pero que, en cualquier caso, es instructivo comparar con el proyecto, similar por más que no actuara sobre los genes, del comunismo. La intervención biológica siempre es sospechosa de nazismo; pero la intervención cultural siempre es inocente, por más que haya de cargar con el sanguinario fracaso de la creación del Hombre Nuevo.
Sólo conozco, por el momento, las reseñas de prensa; pero la tesis de Ridley para explicar el éxito del hombre como especie y su brillante porvenir se resume en una palabra: intercambio. En lo que llama la vida sexual de las ideas. Si el Neanderthal se quedó en un pliegue del tiempo no fue por causas biológicas: al fin y al cabo tenía un cerebro de mayor tamaño que el del homo sapiens. La causa, según Ridley, fue que no intercambió sus conocimientos. No puedo opinar, todavía, sobre la solidez de la tesis; pero sé, por un extremo del tiempo, que el miedo de dios fabricó Babel; y por el otro, que la profecía de Ridley tiene en internet a su mejor aliado. La prueba es, justamente, la síntesis entre la lengua y la superficie digital. No hay semana que los periódicos no traigan una nueva majadería altisonante sobre la voracidad de google. Da igual que hayan pillado a una dama en sostén en una calleja de Beverly Hills como que hayan quebrantado por dos horas los derechos de autor del primer poeta en lengua osetia al volcar en la red sus doce poemas póstumos. Grandes algaradas. Por el contrario lo que google, lo que la googlisation, está haciendo por la vida sexual de las ideas merece una atención infinitamente menor.
A veces no sólo hay desatención sino sarcasmo, como el que reciben muchas notas periodísticas sobre el traductor de google, que éste sí, y no las enfermedades que trata, merece el privilegio de ser nombrado Patrimonio de la Humanidad. No sólo google. La otra tarde bajé al iPhone una aplicación llamada Jibbigo. Es casi inconcebible. Te pones el micro pegadito a la boca, le dices en español claro y recio «El mundo mejora» y la máquina lo graba, lo reproduce y lo escribe en español… y en inglés: «The world improves». No trabaja con frases preprogramadas y tiene un diccionario de 40.000 palabras. En principio la cosita funciona para que salgan del paso y mejoren sus frágiles rudimentos viejos merluzos como yo que no saben inglés. Pero cuando piensas que Jibbigo acaba de sacar una versión del ingenio emparentando el inglés de América y el principal dialecto iraquí, la cosita pasa a cosa. Una cosa es el turismo y otra la invasión. Y aún otra es la vida sexual de las ideas y muy otra la supervivencia. El reconocimiento de voz automático y su inmediata traducción a cualquier lengua es todavía muy imperfecto, pero ya permite poner en contacto grandes volúmenes de información con un gran número de personas. Pura fecundación Ridley que debe sumarse a la que ya procura la red entre personas de la misma lengua. El otro día mi amiga Eugenia Codina me enviaba un gráfico de la Bbcsobre la extensión de internet en el mundo. Hay cifras impresionantes, y las cojo al azar. Holanda, por ejemplo. 17 millones de habitantes y 14 millones conectados. ¡Casi todos los holandeses! Es cierto que África va muy por detrás: pero en dos años Níger ha aumentado en un cien por cien sus usuarios. Y, en fin, América: 309.349.000 habitantes y 230.630.000 conectados.
Las estadísticas continuarán repitiendo que los niveles de felicidad humana no se mueven al compás del progreso. Cada tanto se publican esa líricas derramas que demuestran, ¡números en la mano!, que en el Medellín de Pablo Escobar los hombres no eran menos felices que en la Rue Jacob de París. Ah, ah. Esta frase de Marcus, en su Kluge, al hilo de los famosos experimentos de Festinger: «Hacemos cuanto está en nuestras manos para sentirnos felices y cómodos con el mundo, pero estamos más que dispuestos a mentirnos si la verdad no coopera.» Lo que realmente me impresiona de esas estadísticas es que las sociedades civilizadas aún conserven hombres felices. Habiendo dejado de creer en dios y habitantes de un mundo que cada día cuesta más dejar.