La deuda pública es un fraude. Juan Ramón Rallo


Hasta aquí todo correcto: los intereses individuales y los colectivos van en sintonía. Pero, ¿qué sucede con la deuda pública? Pues que toda esta red de relaciones mutuamente provechosas salta por los aires. ¿Qué garantiza el repago de la deuda pública? ¿La generación de bienes futuros valiosos por parte de los proyectos en los que se invierte o simplemente la capacidad del Estado para recaudar impuestos a sus súbditos? Es evidente que lo segundo. Ningún rentista invertiría su capital en una empresa cuyo plan de negocios fuera cavar agujeros para volverlos a tapar; pero en cambio si se lo prestarían a un Estado que tuviese idéntico propósito. El Estado, pues, permite a los rentistas realizar un uso del todo improductivo de su tiempo y de su dinero... ¡sin por ello experimentar pérdidas! Y cuidado, no estoy afirmando que el Estado no puede hacer nunca un uso productivo de los recursos que maneja; lo que sí digo es, primero, que el Estado no selecciona sus inversiones en función de la rentabilidad esperada de las mismas (básicamente porque no puede conocerla) y, segundo, que el repago de la deuda pública no depende del devenir de esas inversiones.

De este modo, todo el proceso económico de generación de riqueza se ve trastocado: el rentista puede aparcar o dilapidar su capital apropiándose de parte de la riqueza que sí genera el resto de la sociedad (vía los impuestos que percibe a través del Estado). Los incentivos son claramente perversos, especialmente para unos ahorradores que rentabilizan su capital de manera automática. En momentos de crisis, por ejemplo, todos desean prestarle su dinero a los Estados más solventes; no porque éstos vayan o puedan a hacer un uso sensato y productivo del mismo, sino porque esos Estados controlan economías pudientes a las que pueden ordeñar fiscalmente. La injusticia es manifiesta, pues los rentistas sin ideas ni proyectos salvaguardan sus patrimonios –e incluso obtienen jugosas rentabilidades– a costa de aquellos otros rentistas –y trabajadores y empresarios– que sí siguen contribuyendo a mantener la economía a flote. Una masiva subvención cruzada donde los intereses individuales dejan de converger con los intereses colectivos: los inversores en deuda pública y los políticos manirrotos medran a costa de los contribuyentes presentes y futuros.


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