World War II in photos (III). Axis Invasions and the Fall of France

Vía The Atlantic.

Primera y segunda entregas. (First and second parts).

En el reportaje se incluyen los pies de foto. (Report includes captions).















































El año en que se acabó el petróleo por Fernando Díaz Villanueva

Estupendo artículo de Fernando Díaz Villanueva, desmontando, una vez más, el mito de que los recursos naturales se acabarán en unos años.


ARTICULO:

En 1865, cuando la segunda revolución industrial no había ni arrancado, el economista británico William Stanley Jevons previno a sus paisanos para que fuesen olvidándose del carbón. Era un combustible fósil, extraído de las entrañas de la tierra empleando mucho esfuerzo y cantidades ingentes de capital y trabajo, por lo que algún día habría de acabarse. 


Ese día estaba, para Jevons, más cerca que lejos, así que trazó un panorama desolador para el fin del siglo, el XIX, que vendría marcado por la pobreza extrema y el sufrimiento.
Stanley Jevons, por lo demás un economista brillante, se equivocó de medio a medio. El carbón no sólo no se acabó, sino que desde su grito de alarma hasta el final del siglo se hizo mucho más abundante, accesible y económico. Jevons no contaba con la capacidad innata del hombre para descubrir, inventar e innovar sobre esas mismas invenciones. Y no sólo Jevons, la sociedad de la época era –como la actual– extremadamente temerosa de quedarse sin su chute diario de energía barata.
Los periódicos británicos le cogieron el gusto a eso de meter miedo a la gente y organizaron una fabulosa campaña en la que se anunciaba el fin del carbón y el inevitable colapso de la todavía incipiente civilización industrial. De las portadas de los diarios la historia, que era totalmente fantasiosa, saltó presurosa a Westminster. Allí, los parlamentarios, voz y conciencia de la nación, se afanaron en buscar soluciones rápidas para, sino evitar, si amortiguar las consecuencias del que ya se conocía como "peak coal".
El entonces primer ministro, el liberal William Gladstone, anunció la creación inmediata de una Comisión Real que monitorizase las reservas de carbón. Llegado el momento esa comisión sería la encargada de administrarlas hasta el agotamiento final, momento en el que la poderosa Inglaterra tendría que volver a los bucólicos, felices y despreocupados tiempos de Cromwell. La Comisión, obviamente, no sirvió para nada. El carbón no se acabó. Más bien todo lo contrario. En esos mismos años vetas vírgenes del preciado mineral empezaron a aparecer por Alemania, Rusia, España, Bélgica, el Imperio Austro-Húngaro y los Estados Unidos.
Al mismo tiempo nacía otra floreciente industria sin que Jevons ni, naturalmente, Gladstone y su Comisión Real pudiesen siquiera imaginarla: la del petróleo. En el último cuarto del siglo XIX esa sustancia negra y viscosa que arruinaba los campos –el mal de Texas lo llamaban los ganaderos de aquel Estado– comenzó a hacerle la competencia al carbón. Era muy abundante, fácilmente transportable y, una vez refinado, tenía multitud de usos.
Pero, ¡ay!, también era de origen fósil y tan pronto como en 1914 los agoreros empezaron a predecir su inmediato agotamiento. El departamento de Minas de Estados Unidos predijo aquel año que las reservas durarían hasta mediados de la década de 1920. Por supuesto no pasó nada. En 1925 el petróleo era más abundante y barato que antes de la guerra mundial, pero eso no frenó a los adivinos. En 1939 el departamento de Interior anunció que quedaban reservas para trece años. El 1954, lejos de agotarse, su disponibilidad había aumentado de manera exponencial.
¿Sirvió aquello para que los profetas del desastre energético se lo pensasen dos veces antes de hacer sonar la alarma? No, de ningún modo. En 1953 el mismo departamento dio una nueva fecha: 1966, ese año no quedaría en el planeta ni una sola gota de oro negro con la que alimentar las máquinas. Después de eso la malvada civilización industrial se vendría abajo como un castillo de naipes.

Lo que sucedió en el 66 fue que los habitantes del primer mundo corrían enloquecidos al concesionario más cercano a comprarse un automóvil para ganar con él independencia, libertad y un medio extraordinariamente rápido de transporte individual. La gasolina, obtenida al 100% del petróleo, era ridículamente barata. Los coches consumían cantidades industriales y eran grandes, aparatosos y pesados. Los aviones a reacción, que habían hecho su debut estelar durante la década anterior, pulverizaban las distancias entre los continentes sí, pero tragaban queroseno sin medida. No había problema, chorros de petróleo manaban por todos los rincones de la Tierra y siempre había algún espabilado esperando con una torre de extracción y un oleoducto para aprovecharlos.
Entonces, unos años después, sucedió algo que no estaba previsto. Los principales productores, hartos de que se les pagase con un dólar que cada vez valía menos, subieron de golpe el precio del barril. Nadie se planteó que era por una cuestión puramente monetaria aderezada con una rabieta política. Al contrario, a un lado y otro del Atlántico se desató una feroz competencia por ponerle punto y final a la industria petrolera. En Estados Unidos el nefasto Jimmy Carter, muy concienciado con el tema, se atrevió a dar una fecha: finales de los ochenta. Para entonces el mundo tendría que ingeniárselas para dar con nuevas fuentes de energía –renovables, claro– si quería mantener el nivel de desarrollo.
Llegó 1990 y la presidencia de Carter estaba ya felizmente olvidada, casi tanto como su predicción de que el petróleo se habría acabado para ese año. A principios de los noventa las reservas mundiales doblaban a las de la década de los setenta y el precio del barril había caído dramáticamente. Como el petróleo se negaba a cumplir con las expectativas de los pesimistas, aparecieron en escena una nueva generación de profetas que revitalizaría la causa del fin de los recursos: los ecologistas.
Ya no se trataba de agotamiento, que también, sino de proteger el planeta de las emisiones derivadas de la combustión del petróleo. De modo que, antes de que se acabasen el carbón, el petróleo o el gas, la humanidad debería dejar de consumirlos por su propio bien. La humanidad, en cambio, tiene la manía de ir a su aire buscando siempre la manera de vivir un poco mejor y durante más tiempo. En la primera década del siglo XXI se incorporaron al consumo masivo de petróleo China y la India, los dos países más poblados del globo.
El petróleo, entretanto, sigue sin acabarse a pesar de que los sucesores de Stanley Jevons se han multiplicado como por ensalmo y han redoblado sus esfuerzos propagandísticos. Lo que ha hecho últimamente es subir de precio. No podía ser de otro modo cuando 2.500 millones de personas empiezan a consumir un bien del que antes apenas tenían noticia. También ha influido el hecho de que el dólar persevera en su devaluación, por lo que los 159 litros que contiene un barril de petróleo cuestan unos cuantos dólares más que hace diez años.
Pagado en dólares, euros, yuanes, rublos o yenes al petróleo y a sus primos sólido y gaseoso les queda cuerda para rato. El año en que se acaben aún está lejano, mucho más de lo que a muchos les gustaría.

But can they suffer? by Richard Dawkins

Vía Francisco Capella.

Último párrafo en español, cortesía de Arcadi Espada:

"Cuanto  Cuando menos, concluyo que no tenemos razones generales para pensar que los animales no humanos sienten un dolor menos intenso que el nuestro, y que deberíamos darles el beneficio de la duda. Prácticas como marcar al ganado, la castración sin anestesia y el toreo deberían considerarse moralmente equivalentes a hacerle lo mismo a los humanos".

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The great moral philosopher Jeremy Bentham, founder of utilitarianism, famously said,'The question is not, "Can they reason?" nor, "Can they talk?" but rather, "Can they suffer?" Most people get the point, but they treat human pain as especially worrying because they vaguely think it sort of obvious that a species' ability to suffer must be positively correlated with its intellectual capacity. Plants cannot think, and you'd have to be pretty eccentric to believe they can suffer. Plausibly the same might be true of earthworms. But what about cows?
What about dogs? I find it almost impossible to believe that René Descartes, not known as a monster, carried his philosophical belief that only humans have minds to such a confident extreme that he would blithely spreadeagle a live mammal on a board and dissect it. You'd think that, in spite of his philosophical reasoning, he might have given the animal the benefit of the doubt. But he stood in a long tradition of vivisectionists including Galen and Vesalius, and he was followed by William Harvey and many others (See from which this picture is taken).
How could they bear to do it: tie a struggling, screaming mammal down with ropes and dissect its living heart, for example? Presumably they believed what came to be articulated by Descartes: that non-human animals have no soul and feel no pain.
Most of us nowadays believe that dogs and other non-human mammals can feel pain, and no reputable scientist today would follow Descartes' and Harvey's horrific example and dissect a living mammal without anaesthetic. British law, among others, would severely punish them if they did (although invertebrates are not so well protected, not even large-brained octopuses). Nevertheless, most of us seem to assume, without question, that the capacity to feel pain is positively correlated with mental dexterity - with the ability to reason, think, reflect and so on. My purpose here is to question that assumption. I see no reason at all why there should be a positive correlation. Pain feels primal, like the ability to see colour or hear sounds. It feels like the sort of sensation you don't need intellect to experience. Feelings carry no weight in science but, at the very least, shouldn't we give the animals the benefit of the doubt?
Without going into the interesting literature on Animal Suffering (see, for instance, Marian Stamp Dawkins's excellent book of that title, and her forthcoming Rethinking Animals), I can see a Darwinian reason why there might even be be a negative correlation between intellect and susceptibility to pain. I approach this by asking what, in the Darwinian sense, pain is for. It is a warning not to repeat actions that tend to cause bodily harm. Don't stub your toe again, don't tease a snake or sit on a hornet, don't pick up embers however prettily they glow, be careful not to bite your tongue. Plants have no nervous system capable of learning not to repeat damaging actions, which is why we cut live lettuces without compunction.
It is an interesting question, incidentally, why pain has to be so damned painful. Why not equip the brain with the equivalent of a little red flag, painlessly raised to warn, "Don't do that again"? In The Greatest Show on Earth , I suggested that the brain might be torn between conflicting urges and tempted to 'rebel', perhaps hedonistically, against pursuing the best interests of the individual's genetic fitness, in which case it might need to be whipped agonizingly into line. I'll let that pass and return to my primary question for today: would you expect a positive or a negative correlation between mental ability and ability to feel pain? Most people unthinkingly assume a positive correlation, but why?
Isn't it plausible that a clever species such as our own might need less pain, precisely because we are capable of intelligently working out what is good for us, and what damaging events we should avoid? Isn't it plausible that an unintelligent species might need a massive wallop of pain, to drive home a lesson that we can learn with less powerful inducement?
At very least, I conclude that we have no general reason to think that non-human animals feel pain less acutely than we do, and we should in any case give them the benefit of the doubt. Practices such as branding cattle, castration without anaesthetic, and bullfighting should be treated as morally equivalent to doing the same thing to human beings.

Valores empresariales y recuperación económica por Carlos Rodríguez Braun


La economía española se va a recuperar, de hecho se ha recuperado en cierta medida desde la mayor caída de nuestra historia después de la Guerra Civil, que tuvo lugar a mediados de 2009. El Gobierno, pues, no miente cuando dice que mejoramos. Miente cuando asegura que lo hacemos merced al benéfico influjo de Smiley y sus secuaces. Eso no es verdad, porque los socialistas en esencia no han hecho nada para ayudar a España a salir de la crisis, más bien han hecho mucho y malo para profundizarla y prolongarla. Pero entonces, si las autoridades no son responsables de la recuperación ¿quién se lleva aquí el mérito? El mérito corresponde a la sociedad civil, no a la política. Corresponde a trabajadores y empresarios, que desde hace varios años están acometiendo un ajuste durísimo, y pagándolo a un muy oneroso precio en términos de millones de trabajadores sin empleo y cientos de miles de empresas que han debido cerrar, arruinadas. En ese proceso conviene repetir que las autoridades no acompañaron a los ciudadanos, al contrario, por una doble razón. De una parte, durante la fase expansiva, el irresponsable tándem Smiley/Solbes expandió el gasto público y no flexibilizó la economía española. Si hubieran hecho en ambos casos lo contrario de lo que hicieron, el largo periodo de crecimiento habría permitido acabar con la deuda pública y lograr una estructura económica mucho mejor preparada para afrontar el giro negativo de la actividad. De otra parte, cuando estalló la crisis, otro tándem irresponsable, Smiley/Salgado, se resistió a una rebaja radical del gasto público, sustituyendo esta medida por una combinación de una escasa contención del gasto y lo peor que podían haber hecho en tal contexto: una subida de impuestos. Las reformas, ausentes en los años de expansión, continuaron así durante la recesión, marcadas más por el pasteleo del político oportunista y mediocre que por los amplios horizontes del estadista
Pero el ajuste, imprescindible para lograr la recuperación, fue puesto en marcha por el sector privado, con enormes sacrificios, como acabo de señalar. La crisis se produce por un proceso de sobreinversión, organizado desde el poder, en particular a cargo de las autoridades monetarias, los bancos centrales, que orquestaron una fabulosa expansión de la liquidez, rebajaron artificialmente los tipos de interés y abarataron espectacularmente el crédito. En tales condiciones, la burbuja era inevitable, porque ni todos los consumidores ni todos los productores podían evitar cometer errores y emprender proyectos de inversión que a la postre no iban a ser rentables. Esto es visible en todo nuestro país con las viviendas a medio construir, o construidas y sin vender. Pero este ejemplo se puede extender también a otros sectores de la economía, donde las autoridades también perjudicaron a empresarios y trabajadores, con el señuelo de la financiación abundante y barata.
Cuando la burbuja se pincha, los ciudadanos perciben el daño, y perciben además que el Gobierno en ningún caso va a ayudar, sino al revés. Ante este lúgubre panorama, intentan hacer lo correcto: contener el gasto, aumentar el ahorro y corregir las inversiones erróneas si ello es posible, o liquidarlas si no lo es. Si las autoridades hubiesen hecho lo mismo, habríamos padecido una sacudida mayor en 2009, pero habríamos empezado a crear empleo y riqueza al poco tiempo: por eso digo que desde la Moncloa no se ayudó realmente a la población.
Los ciudadanos, entonces, han aprendido a vivir sin el Estado o defendiéndose de él en todo lo que pueden. Eso es lo que explica la notable difusión de los valores empresariales en nuestro país, algo insólito para los que tenemos algunos años, pero visible para cualquiera: no sólo tenemos empresas grandes y potentes, capaces de competir de igual a igual con cualquier gigante multinacional en cualquier parte del mundo, sino que hay multitud de empresas pequeñas y medianas que compiten con éxito aquí y fuera de aquí en los sectores y actividades más variados. Y no hay empresarios sin trabajadores: esa modernización empresarial vino acompañada de una marcada mejoría en la preparación y dedicación de la mano de obra.
En todo este proceso económico que ha permitido a España ocupar los primeros puestos del ranking mundial hay un aspecto que no puede medirse estadísticamente, pero que existe y cuya importancia es primordial: los valores empresariales. Estos valores, compartidos tanto por empresarios como por trabajadores, hacen a la fortaleza básica de cualquier país, cuya riqueza jamás es producida por sus políticos (a menudo es aniquilada por ellos) sino por sus empresas. Esos valores tienen que ver con el esfuerzo, la iniciativa, la responsabilidad individual, el ahorro, la autonomía personal, la honradez, y el respeto a la competencia y al éxito en el trabajo y la empresa. Esos valores son los que subyacen al notable éxito de las mujeres en nuestra economía, mujeres que, por supuesto, al compartir estos valores jamás consideran que las cuotas son una ayuda a la igualdad sino una irrespetuosa degradación del mérito femenino.
Estos valores, esencialmente liberales, son justo lo contrario de lo que predican los políticos, los sindicalistas y ese bloque importante de personas que creen que el fundamento de la sociedad no son los ciudadanos sino el poder, y que se mueven con valores que siempre tienen un sólido contenido antiliberal, como son los valores del socialismo de todos los partidos.
Ante la conciencia del divorcio que existe entre lo que ellos pregonan y lo que la gente productiva piensa y hace, los políticos intentan acercarse al mundo empresarial sin revelar nítidamente sus propósitos intrusivos y antiliberales: de ahí la manipulación de la llamada “responsabilidad social corporativa”, que a menudo se interpreta como aquello que los políticamente correctos creen que conviene imponer al mundo empresarial con la excusa de la igualdad, el medio ambiente, o cualquier otra bandera tras la que ocultan su apetito usurpador.
Es posible que los valores empresariales, que siempre están detrás de la prosperidad en una sociedad libre y estarán también detrás de la recuperación económica, caigan derrotados ante el empuje antiliberal. Pero no lo creo, no quiero creerlo.

It’s Hard to Make Predictions, Especially About the Future by Ronald Bailey.


Why dart-throwing chimps are better than the experts.


The price of oil will soar to $200 a barrel. A bioterror attack will occur before 2013. Rising food prices will spark riots in Britain. The Arctic Ocean will be ice-free by 2015. Home prices will not recover this year. But who cares about any of those predictions? The world will end in 2012.
The media abound with confident predictions. Everywhere we turn, an expert is sounding the alarm bells on some future trend. Should we pay much attention? No, says journalist Dan Gardner in his wonderfully perspicacious new book, Future Babble: Why Expert Predictions Are Next to Worthless, and You Can Do Better (McClelland & Stewart).
Gardner acknowledges his debt to the Berkeley psychologist Philip Tetlock, who in 1985 set up a 20-year experiment involving nearly 300 experts in politics. Tetlock solicited thousands of predictions about the fates of scores of countries and later checked how accurate they were. He concluded that most of his experts would have been beaten by “a dart-throwing chimpanzee.” Tetlock found that the experts wearing rose-tinted glasses “assigned probabilities of 65 percent to rosy scenarios that materialized only 15 percent of the time.” Doomsters did even worse: “They assigned probabilities of 70 percent to bleak scenarios that materialized only 12 percent of the time.” 
In this excellent book, Gardner romps through the last 40 years of failed predictions on economics, energy, environment, politics, and much more. Remember back in 1990, when Japan was going to rule the world? The MIT economist Lester Thurow declared, “If one looks at the last 20 years, Japan would have to be considered the betting favorite to win the economic honors of owning the 21st century.” Thurow was far from alone. In 1992 George Friedman, now CEO of the geopolitical consultancy Stratfor, predicted The Coming War With Japan. (In case you are hungry for more predictive insights from Friedman, he has recently published The Next 100 Years: A Forecast for the 21st Century.)
As oil prices ascend once again, many naturally predict that the end of this energy source is nigh. Back in 1980, Gardner reminds us, The New York Times confidently declared: “There should be no such thing as optimism about energy for the foreseeable future. What is certain is that the price of oil will go up and up, at home as well as abroad.” By 1986 oil prices had fallen to around $10 a barrel. On the general accuracy of oil price predictions, Gardner cites U.S. Foreign Service Officer James Akins, who said: “Oil experts, economists, and government officials who have attempted in recent years to predict the future demand and prices of oil have had only marginally better success than those who foretell the advent of earthquakes or the second coming of the Messiah.” 
Akins’ observation is as acute now as it was when he said it back in 1973. In 2008 analysts at the investment bank Goldman Sachs warned that oil prices could surge beyond $200 per barrel in as little as six months. Six months later, the price of petroleum had fallen to $34 per barrel. 
When it comes to prophets, Gardner prefers foxes to hedgehogs. This distinction was made famous by the political philosopher Isaiah Berlin, who was adapting an observation by the ancient Greek poet Archilochus: “The fox knows many things, but the hedgehog knows one big thing.” Foxes are intellectual omnivores obtaining disparate information where they can. Hedgehogs, by contrast, fit all information into one grand scheme that explains the operation of the world. “Hedgehogs are big-idea thinkers in love with grand theories: libertarianism, Marxism, environmentalism, etc.,” writes Tetlock. “Their self-confidence can be infectious.”
As Gardner shows, foxes are a bit better than hedgehogs at predicting the future. The environmentalist Paul Ehrlich, for example, is a perfect hedgehog. For more than four decades, he has maintained that everything important about the world can be explained by population trends. In his 1968 book The Population Bomb, Ehrlich notoriously declared: “The battle to feed all of humanity is over. In the 1970s, the world will undergo famines in spite of any crash programs embarked upon now. At this late date nothing can prevent a substantial increase in the world death rate.”
The famines didn’t happen. The world death rate was 13 per 1,000 people when Ehrlich wrote his book; it has fallen in each decade since, and it is now nine per 1,000. “In two lengthy interviews,” Gardner writes, “Ehrlich admitted to making not a single major error in the popular works he published in the late 1960s and early 1970s.” Yet it is not far from the truth to say that Ehrlich has never been right about anything he has predicted.
False prophets are almost never punished. Pundits like George Friedman continue to be quoted by journalists, invited to appear on TV talk shows, and hired by corporate executives eager to see what the tea leaves say about the future. When caught in an error, they emit squid-ink clouds of obfuscation, harrumphing that they got the time frame wrong, it almost happened, or an unpredictable exogenous shock derailed the forecast. Gardner reveals the recipe for achieving success as a pundit: “Be simple, clear, and confident. Be extreme. Be a good storyteller. Think and talk like a hedgehog.”
In addition to making fun of the failures of the prognosticating class, Gardner cites research in cognitive psychology and behavioral economics to explain why so many of us keep falling for false prophecies: Humans hate uncertainty. “Whether sunny or bleak, convictions about the future satisfy the hunger for certainty,” he writes. “We want to believe. And so we do.” 
I am tempted to adopt English soccer player Paul Gascoigne’s pledge: “I never make predictions, and I never will.” 

Would You Give Up The Internet For 1 Million Dollars?

Via Cafe Hayek.