Why Your DNA Isn't Your Destiny by John Cloud

Artículo sobre epigenética.

Arcadi Espada entrevistado por Mario Noya (18-12-2008)

Entrevista que muestra el Arcadi Espada clásico, no hay engaño posible.


ENTREVISTA:

Como, según Mario Muchnik, lo peor no son los autores, la editorial Espasa le llenó la mañana del 11 de octubre con encuentros con la prensa en un hotelito de la Gran Vía madrileña. A él, Arcadi Espada, gran conversador, periodista que aborrece las entrevistas. El caso era hablar de su último libro, Diarios 2004. Y de la "rabiosa actualidad", que dicen los topitoxicómanos.

"Hace diez años –escribía en El País hace nueve Arcadi Espada– el niño pataleaba, hoy ya es un pequeño tirano". El niño, el nacionalismo, deprisa deprisa anda ya perpetrando estatutos. El Estatut, por mejor decir, mayúsculo y formidable.

"Ha ido mal, ha ido mal el parto –responde de primeras pero ya hastiado Arcadi Espada, y con una expresión que recuerda la del periodista oriental que preside la portada de la primera entrega de sus Diarios–. Es el instante político más dramático de la clase política catalana en los últimos años. Es un fracaso".

"A esto hay que darle pocas vueltas –prosigue, a sabiendas de que le daremos unas cuantas–. Yo creo que hay que ser terminante: es el fracaso de una generación de políticos; un fracaso colectivo: creo que van a quedar irremisiblemente marcados por esta enorme y lamentable sensación de ridículo". Y remata, sin que le abandone la fatiga: "A mí, insisto, es un tema que no logra interesarme. El Estatuto es el fracaso prematuro de una clase política liderada por una persona que no ha estado a la altura de sus obligaciones". Habla de Pasqual Maragall, que para hacerse con la poltrona del Palacio de San Jaime se encaramó a varios hombros, entre ellos, recordemos, los de una plataforma denominada "Ciudadanos por el Cambio". ¿De collares?

El Estatut, que le aburre, que no le interesa, que le cansa, preside las anotaciones de su dietario desde el 1 de octubre. Anotaciones que llevan el título genérico de Esfuerzo y melancolía.

"Ortega", me interrumpe cuando le pregunto sobre ello. Quiero saber qué le mueve a esfuerzo y qué le produce melancolía. "No; Ortega", insiste, y a continuación me cuenta: "Sabes que tiene una frase que dice que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Me serví de esa frase porque era mi esfuerzo, completamente inútil; porque, naturalmente, los esfuerzos intelectuales son completamente inútiles en España. Y, por lo tanto, al final, melancolía". A la que también acabarán condenados los redactores del Estatut; "porque, desde luego, su proyecto no tiene ninguna posibilidad de salir adelante".

– Hablas de la inutilidad del esfuerzo intelectual en España, pero tú estás ahí, en la plataforma Ciutadans de Catalunya.

– Sí, pero brechtianamente: sin esperanza, con convencimiento.

¿Quizá sea ésa una de las armas más mortíferas del nacionalismo, el aburrimiento, el tedio, el hastío que provoca? Arcadi Espada cree que sí. "Efectivamente, uno de sus éxitos se basa en que es como la canción del verano; un artefacto machacón, tan intelectualmente solvente como la canción del verano, pero basado en unos flujos y reflujos que, por supuesto, uno no se puede quitar de la cabeza. Entonces, claro, llegan al agotamiento".

"Lo que pasa es que gentes que a lo mejor tenemos la misma estructura mental de la canción del verano resultamos a la larga una piedra en el zapato para estos nacionalistas –agrega Espada, encontrándole su punto a la cosa–, porque en esa obstinación y en ese machaconeo repetido seguimos viviendo como si fuera nuestro medio, y no nos cansamos. Estamos mucho más allá del cansancio: esto es el postcansancio. Pero bueno, seguiremos dando la tabarra".

– Si el cansancio juega de su parte, ¿cómo articular una defensa frente a la machaconería nacionalista? [Me olvido aquí del postcansancio, claro].– Exhibiendo las convicciones de una manera tranquila y sin complejos. Yo, por ejemplo, tengo clarísimo por qué España me parece un negocio mucho más interesante, o por qué Cataluña me parece interesante en la medida en que es España. Es decir, hay una serie de propuestas morales, intelectuales y económicas en el estatuto catalán, y en el nacionalismo catalán en general, que consisten en decir: "Oiga, usted, que vive en un piso de 150 metros, pase ahora a vivir en una buhardilla; en vez de leer a Galdós, lea a Narcís Oller; en vez de escuchar música tal, baile sardanas". Caricaturizo, ¿no? Se entiende lo que quiero decir.

Entonces...

– Si España es un negocio, ¿cómo se entiende la petición de un nuevo estatuto por parte de los barandas de la clase empresarial catalana?

– No tengo ni idea. Pero lo que sí sé es que el país europeo... vamos a ver, para ser precisos: el ámbito jurídico-político-moral más intervenido de Europa es Cataluña. C'a suffit.

Por si no lo es, por si no queda claro, remacha que las proclamas en pro de un nuevo estatuto son el "simple y puro resultado de la exudación de ese intervencionismo", que sólo puede comparar con el que se estila en Córcega; "con el añadido de que en Córcega actúa una especie de mafia".

Más preguntas-respuestas directas:

– En Contra Catalunya das una serie de fechas clave de la historia reciente de Cataluña. Una de ellas es el 24 de febrero de 1981, la lúgubre manifestación en Barcelona posterior a la intentona de Tejero; la siguiente es de 1984, la segunda toma de posesión de Pujol, con los gritos de "botifler" [traidor] a Raimon Obiols [por entonces líder del PSC]. Han pasado ya algunos años desde la publicación de Contra Catalunya. ¿Tienes algo que añadir a esa cronología?

– [Un silencio de segundos] Esas fechas están asociadas a la crianza, y ahora pues ya, uno... Podría pensar, por ejemplo... sí. Sí. Hay otra. Lo que pasa es que no recuerdo la fecha: mírala, ponla. El fragmento del diálogo que mantienen Pasqual Maragall y Artur Mas a propósito del 3%. Hay un momento en que uno le dice al otro: usted tiene un problema que se llama "3%". Y el otro sabe de qué le está hablando.

– La Casa Nostra, que diría José García Domínguez.

– ¡Sabe de qué le está hablando! Primero se produce una grosería parlamentaria, porque esas cosas, naturalmente, no se pueden decir así; eso se ha de decir y luego se ha de presentar en el juzgado las pruebas inmediatamente. Pero no es que Maragall llegue muy arriba, ¡es que el otro llega más arriba cuando sabe de qué le está hablando y se da por enterado! El final de todo eso es cuando Mas le dice: usted acaba de romper la legislatura y cualquier posibilidad de consenso sobre el Estatuto. Con lo cual el trasvase de líquidos del 3% a la patria se manifiesta: eso de que la patria es un negocio nunca se manifestó con una plasticidad semejante.

Sí. Ésa es otra fecha infamante.

La miro y la pongo: 24 de febrero de 2005. Y señalo lo obvio: hay negocios ("España es un negocio más interesante") y negocios.

Contra Catalunya (Flor del Viento, 1997). Una de las obras imprescindibles para todo aquel que quiera emprender una "política de lecturas" –por utilizar una expresión del editor de esta Casa, Federico Jiménez Losantos, en otra que tal: Lo que queda de España (Ajoblanco, 1979; edición definitiva: Temas de Hoy, 1995)– sobre Cataluña. Allí hay no pocas páginas que reflejan el sometimiento voluntario de la prensa regional al anterior presidente del Gobierno autonómico.

Maragall está ahora donde antes estuvo Pujol; la prensa es la misma.

"Sin novedad", afirma Arcadi Espada. Y añade: "Bueno, yo tengo una respuesta concreta que dar a esa pregunta: en un diario donde el Gobierno de la Generalitat tiene el 20% se ha llamado al exterminio de los firmantes del manifiesto [de Ciutadans de Catalunya], y cuando se le han pedido explicaciones a la empresa editora, la empresa editora ha contestado que las opiniones de los colaboradores son libres".

– ¿Hay alguna similitud entre el clima en que se ha producido la amenaza de Oriol Malló y el que devino en atentado contra Federico Jiménez Losantos tras el Manifiesto de los 2.300?

– Creo que no. A mí no me gustan esos saltos de pértiga. Pero el consejero primero de la Generalitat, el señor Bargalló, cree que sí, porque lo primero que hizo después de que nosotros firmáramos el manifiesto fue referirse al de los 2.300, firmado, entre otros, por Federico.

Jiménez Losantos, que por entonces vivía en Barcelona, no sólo escribió libros como Lo que queda de España, no sólo firmó manifiestos como el de los 2.300. También dio el salto a la política. De la mano del Partido Socialista de Aragón, y del Partido Socialista de Andalucía (que acabó por echársela al cuello). Veinte años (largos, en ambos sentidos) después, los de Ciutadans de Catalunya anuncian que quieren, asimismo, dar el salto a la política.

"No", me corrige Espada. Y se explica enumerando: "Nosotros hemos enunciado tres cosas: un diagnóstico sobre el déficit político de Cataluña: hay ciudadanos que, a nuestro entender, no están representados en el Parlamento; dos: hemos dicho que ese déficit se soluciona como se solucionan los déficit democráticos: con la creación de un partido político se plantea el problema del poder, no con asociaciones, ateneos, plataformas, etcétera; y tres: nos hemos comprometido a organizar ese debate en la medida de nuestras posibilidades. Nada más. Naturalmente, las personas pueden hacer una cosa u otra; hay gente que quizá se pueda dedicar a la política en ese grupo, caracterizado, además, porque ninguno somos políticos profesionales. Nosotros creíamos, en el momento en que firmamos ese manifiesto, que teníamos una obligación. Lo hicimos, y ahora veremos qué responde a todo eso la sociedad catalana. Eso no quiere decir que nosotros nos vayamos a dedicar a la política. Ni mucho menos".

Si regresase Vidal-Quadras (y parece que hace movimientos para ello) a la política catalana, ¿se plantearían los firmantes del manifiesto la prioridad que otorgan a la creación de un nuevo partido? ¿Contemplarían la posibilidad de empotrarse en el PP? ¿Creen que podrían cambiar el discurso de los populares?

"En esto voy a responder por mí, porque no hay una respuesta colectiva a dar desde el manifiesto”, contesta Espada, antes de decir de Vidal-Quadras que es, "tal vez, el político más brillante que ha dado Cataluña después de la recuperación autonómica".

¿Es o fue?, le pregunto. "Es. Es", se reafirma, y ahora consigue proseguir sin que le interrumpa: "Es un excelente político, y además tiene una gran ventaja (que yo creo no ha sabido, por razones personales, aprovechar): es un gran escritor político. En España no hay escritores políticos, hay pocos. Pero, desgraciadamente, la brillantez y el liberalismo de Vidal-Quadras (que es buen amigo mío, además) no son suficientes para contrarrestar las tendencias premodernas del PP. Yo creo que el PP tendría una obligación con buena parte de los españoles: subsanar de alguna manera esas herencias que, para mí, lo sitúan en un contexto premoderno. Para precisar: sus actitudes recientes ante algunos temas culturales, como el matrimonio de los homosexuales, las células madre y otros asuntos, me parece que no son de recibo. Yo creo que el PP vivió, con Pilar del Castillo, un instante en que parecía que una cierta liberalización... pero me vuelve a dar la impresión de que se ha impuesto ahí una visión de la vida y de la sociedad que no se corresponde, desde luego, con lo que yo pienso ni con lo que yo creo que es el sentido de los tiempos".

El PP cuenta con un think tank, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), que ha cobrado vigor en los últimos años; concretamente, desde que José Maria Aznar anunció que no se presentaría a la reelección y se volcaría en la batalla de las ideas. ¿Cómo ve Arcadi Espada el proyecto ideológico de FAES, en cuya revista ha publicado alguna que otra cosa? ¿Podría contribuir FAES al cambio que considera necesario en el PP?

"No sabría qué decirte: si FAES es el homenaje a Aron, eso está muy bien; si FAES es la autora del vídeo sobre el 11-M, eso está muy mal. Por lo tanto, lo primero que tiene que hacer FAES es aclararse".

El 11-M, que él prefiere denominar "191-M", protagonizó buena parte de las anotaciones de su dietario en 2004, y de las entradas que ha seleccionado para la versión escrita.

Aquel jueves.

– ¿Cuánto tiempo te llevó escribir “11 de marzo”?

– Mucho. Muchas horas. Fue una de las entradas que más me ha costado hacer. Estuve tentado de publicar en el libro los textos alternativos que escribí, los intentos, los borradores.

Me pillaron en plena ducha, las explosiones en Madrid. Empecé a escribir y al final, pues... me atuve a los hechos. Y lo único que estaba claro en esos momentos era que era 11 de marzo.

Arcadi Espada ha escrito mucho sobre el Atentado; o, por mejor decir, sobre el post 11-M. Sobre lo que se ha escrito en los medios de aquí y de allá. Juicios demoledores. Del agit prop del grupo Prisa entre el 11 y el 14-M y el terrorista suicida lanzado por la Cadena Ser. De los "lamentables" agujeros negros de Fernando Múgica. De los artículos de mi apreciado compañero Luis del Pino, "viciados, sin ninguna duda, por la teoría conspirativa".

– Mario, es un tema muy delicado; vamos a ver si somos capaces de sintetizarlo. Yo digo en el prólogo del libro algo concreto sobre esto [lee]: "La política, el periodismo y la moral española han sido también víctimas de la matanza, y creo que esto es la evidencia fundamental que surge de las notas [de su dietario]" [Diarios 2004, pág. 18].

Bien. Mira, yo creo que, por desgracia, del 11-M se han adueñado dos mensajes, terribles e igualmente falsos: que el PSOE organizó la matanza (eso se ha escrito en un editorial de un periódico español, ¿eh?) y que el Gobierno mintió. A mí me parece que el choque de esas dos mentiras, si ésta fuese una sociedad que se tomara las cosas en serio, hubiera dejado postrado moralmente a este país.

El Gobierno no mintió: el Gobierno encaró con torpeza, seguramente (pero con explicable torpeza), una situación inimaginable, y, con independencia de esa torpeza, creo que ofreció a los españoles una información de lo que había pasado sobre la cual, a un año y pico vista, no hay todavía un solo dato nuevo, ni nada que desmienta el relato fundamental que el ministro Acebes y José María Aznar hicieron sobre el 11-M. Otra cosa, insisto, es el wishful thinking del ministro Acebes y su patético intento de que la realidad cuadrara con sus hipotéticos deseos. Pero, en cuanto a lo que a mí me interesa saber, gracias al Gobierno, y gracias a los datos que ofreció, los españoles fueron a votar sabiendo que Al Qaeda había matado a 191 personas en Madrid. No era fácil que fueran a votar así. Primera cuestión.

Segunda cuestión. Gracias a esa labor del Gobierno, en parte, del 11-M sabemos muchísimas cosas, prácticamente todo: no puedo entender que en aras de la práctica de la teoría de la conspiración y de sus beneficios económicos alguien haya montado una estrategia deslegitimadora tan patética como la que han montado determinados órganos de prensa respecto al 11-M.

Tercera cuestión: España llevará como un baldón –si es que aquí importaran las cosas, que no importan– el hecho de no haber sido capaz de gritar todavía en las calles "asesinos" a los asesinos, y sí haber gritado en cambio "asesino" al presidente del Gobierno que en aquel momento dirigía el país.

Creo que, de esta mélange entre deslegitimadora, cínica y escéptica ante la posibilidad de conocer la verdad, el estado moral del periodismo y de la política española se van a resentir durante muchísimo tiempo.

Seguimos conversando durante un buen rato. Salió la televisión (quizá escriba un Telediarios), salió Karl Kraus (a quien saluda desde el atrio de su nuevo libro al grito de "¡Fucking fackel!") y salió, faltaría más, Josep Pla ("Era un moderno, hombre. Claro que tendría un blog").

Finalmente, le pido que eche el cierre con un aforismo, no por incordiar sino porque suele aventarlos. Se termina entonces de levantar, sonríe y lo suelta, divertido e impostando la voz, que le sale adulona: "Adiós".

John Wooden, el patriarca del baloncesto por Santiago Segurola

Artículo de Santiago Segurola sobre John Wooden, un mito del baloncesto.


ARTÍCULO:

La muerte de John Wooden, el patriarca del baloncesto norteamericano, remite al periodo de esplendor del mejor equipo universitario de la historia, de algunos de los más excepcionales jugadores que han pisado las canchas, de los célebres bruins de UCLA que ganaron 10 campeonatos entre 1964 y 1975. Al frente de ellos, un hombre del Medio Oeste, un hoosier de Indiana que había nacido en una granja, entre maizales, con una cesta de recoger tomates colgada en la puerta del establo y pocas perspectivas de conocer mundo. Ese hombre, curtido en las rígidas normas morales de la América profunda, alcanzó la celebridad en California, el estado que representaba los valores opuestos a los circunspectos códigos de las praderas de Indiana.

Wooden falleció ayer, víctima de la edad. A punto de cumplir 100 años –nació en octubre de 1910-, su figura ha dominado una centuria de baloncesto, como jugador y como técnico. Destacó en todas las facetas de un deporte que casi nació con él. Fue un pionero, una de esas leyendas ambulantes que hizo del estado de Indiana el más febril del baloncesto. En la granja de sus padres, como en la mayoría de las que proliferan en Indiana, colgaba una tosca canasta. Así nació la mística hoosier: una cesta, una pared de madera, un par de zapatilla y horas interminables de lanzamientos.

Ahora se recuerdan sus impresionantes temporadas con UCLA, pero la vida de Wooden fue tan larga que se suele olvidar su condición de estrella en la noche de los tiempos del baloncesto. Figura esencial en los torneos escolares de Indiana y luego campeón universitario con Purdue, Wooden fue uno los jugadores más conocidos en los finales de los años 20 y principios de los 30. Su fama alcanzó tal magnitud que años después ingresaría en el Hall of Fame del baloncesto universitario en su faceta de jugador. Eran años de un baloncesto incipiente, sin ningún lujo, años donde se habilitaba una pista en cualquier salón y se daba rienda suelta a un juego que pronto cautivaría a la nación, a toda la nación: a los jóvenes granjeros del Medio Oeste y a los chicos de los barrios y arrabales de las grandes ciudades.

Al pionero le siguió el profesor, y al profesor le siguió el técnico que llevaba dentro. Obtuvo el grado de teniente en la Segunda Guerra Mundial y regresó a Indiana. Ejerció como maestro de inglés, pero no perdió su pasión por el baloncesto. Durante dos años dirigió a Indiana State, cuyo equipo siempre estuvo ensombrecido por la universidad de Indiana, donde Bobby Knight dejaría una huella imperecedera muchos años después. La vida de Wooden, un hombre de una formalidad abrumadora, giró radicalmente un día de tormenta de 1948. Sus buenos resultados con los sicamores de Indiana State merecieron la atención de varias de las universidades de mayor prestigio. Ninguna había mostrado más interés que Minnesota. Parecía el destino natural para un hombre de la América de las grandes praderas.

Se dice que Wooden esperaba la llamada de los dirigentes de la Universidad de Minnesota un día que se volvió extraordinariamente tormentoso. Se averiaron las comunicaciones telefónicas y no hubo señal alguna de la gente de Minnesota. Ese día, Wooden sólo escuchó la oferta que le llegó de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), un centro educativo de primer nivel cuyo equipo de baloncesto no se había distinguido por el éxito. El técnico aceptó la oferta. En el otoño de 1948, comenzó una de las trayectorias más extraordinarias que se recuerda en los anales del deporte.

Durante 16 años fue un magnífico entrenador que no ganó ningún título nacional. Su caso obliga a pensar en lo absurdo de las etiquetas. Ahora que se habla tanto de técnicos ganadores y perdedores, conviene recordar que Wooden representaría las dos caras de la moneda. Fue un magnífico perdedor y un inolvidable ganador. Necesitó perder para aprender a ganar. Para un hombre de criterios morales tan acentuados, la derrota significaba la posibilidad del aprendizaje, de reparar los errores, de añadir elementos novedosos al juego. Solía parafrasear a Cervantes para definir su visión de la vida y del deporte: “Me importa más el viaje que el final del camino”. En cuanto al significado de la victoria, de esa ansiedad que consume al deporte, Wooden fue sin duda un febril buscador del éxito, pero nunca cayó en el simplismo maniqueo de los que dividen el deporte y la vida entre victoriosos y perdedores. “Jamás se le escapó de sus labios la palabra ganar. Sólo nos pedía jugar al máximo de nuestro potencial”, declaró hace poco Doug McIntosh, uno de los integrantes del equipo de 1963-64, el primero que permitió a Wooden conquistar el campeonato nacional universitario.

Esas palabras –la negación del éxito por el éxito, sin ninguna lección ética- corresponden al gran ganador en la historia del baloncesto universitario, el hombre frente al que se miden el resto de los técnicos estadounidenses. Sin embargo, tuvo que esperar hasta los 53 años para lograr su primera victoria con los bruins. A esa edad, que entonces y ahora se consideraría excesiva para comenzar una trayectoria casi invencible, Wooden interiorizó todas las lecciones que le habían dado la vida, sus adversarios y su propio carácter. Aprendió la virtud de la paciencia del inolvidable Pete Newell, el técnico de la Universidad de California Berkeley, equipo que dominó el baloncesto de la costa Oeste en los finales de los años 50 y principios de los 60.

Quienes le conocieron también señalan la importancia que tuvo la autocrítica en su éxito como entrenador. Durante años, Wooden había confiado tanto en sus reglas que se rodeó de ayudantes sin la personalidad necesaria para contradecirle. No escuchaba voces contrarias, ni consejos productivos: “A mi lado, sólo escuchaba el sí señor”. La contratación de Jerry Norman, un ex jugador de UCLA conocido por su espíritu rebelde y su capacidad para expresar las opiniones sin reverencias, cambió el enfoque de Wooden. El técnico, que había mantenido una relación muy complicada con Norman en la etapa de éste como jugador, aceptó incluirle en el grupo de ayudantes. Norman consideraba que el control del tempo era fundamental y que una buena presión en toda la pista rendía beneficios ilimitados. Su carácter tuvo una influencia considerable en Wooden. Por fin se encontró con alguien que se atrevía a oponerse y a proponer. “Para cualquier cosa que hagas en la vida, rodéate de personas inteligentes que discutan tus opiniones”, declaró en el momento de su retirada, en 1975.

En la temporada 63-64, el equipo de UCLA ganó tanto que llegó a la final del campeonato nacional universitario. Wooden disponía de un quinteto mucho menos apreciado de lo que posteriormente dictaría la historia. Sus dos bases, Walt Hazzard y Gail Goodrich, se convertirían más tardes en legendarios de la NBA, pero cuando ingresaron en UCLA lo hicieron sin ninguna notoriedad. Hazzard era un pasador sin tiro y Goodrich representaba al tirador sin pase. Wooden y el tiempo demostrarían que se trataba de dos de los jugadores más inteligentes que ha visto el baloncesto norteamericano. Aquel equipo de UCLA llegó a la final con muy malos pronósticos. Se le consideraba una víctima segura de Duke, un gran equipo, con tiradores, defensores, centímetros y kilos. En cambio, ningún jugador del quinteto inicial de UCLA superaba el 1,95. Nadie creía en los chicos de Wooden.

La final comenzó más igualada de lo previsto. Duke cobraba ligeras ventajas pero no marcaba la diferencia prevista. Norman sugirió a Wooden que empleara la presión 2-2-1 en toda la pista. La idea era forzar errores, malos pases, el cambio del tempo del partido, impedir el juego de media cancha a Duke y convertir el juego en un infierno para sus rivales. Lo que sucedió figura como un momento histórico del baloncesto: Gail Goodrich y Fred Slaughter, Walt Hazzard y Jack Hirsch, Keith Erickson como último hombre. Pequeños, rápidos y muy listos. En el banco, otros dos jugadores fundamentales: Kenny Washington y Doug Mc Instosh. UCLA perdía por tres puntos (30-27) cuando se desató la tormenta perfecta. Hirsch hizo tres robos, el zurdo Goodrich anotó ocho puntos, Erickson interceptó y taponó en el vagón de cola de la 2-2-1 y Washington embocó dos suspensiones. En dos minutos y medio, UCLA había anotado 16 puntos sin permitir una canasta de Duke.

La ventaja (43-30) persistió hasta el final. UCLA ganó su primer título con un resultado sorprendente (98-83) y 29 intercepciones, una cifra brutal que explicaba la eficacia de la zona press instaurada por Wooden y Jerry Norman. Ese día comenzó el imperio de UCLA en el baloncesto universitario. El equipo de Wooden ganó los campeonatos de 1963-64, 64-65, 66-67, 67-68, 68-69, 69-70, 70-71, 71-72, 72-73 y 74-75. Sólo dos equipos se interpusieron entre Wooden y el título de campeón: Texas Western, ganador en 1966 con el primer quinteto de jugadores negros en la historia de la competición, y North Carolina State, vencedor en 1974 con el fabuloso David Thompson en sus filas.

Muchos de aquellos equipos estaban integrados por luminarias de la magnitud de Goodrich, Hazzard, Lew Alcindor (luego Kareem Abdul Jabbar), Lucious Allen, Sydney Wicks, Bill Walton o Marques Johnson, pero esa nómina espectacular de jugadores explica la versátil naturaleza de John Wooden como entrenador. Ganó con pequeños, con gigantes, con aleros, con toda clase de jugadores y equipos. En medio de la imparable sucesión de títulos, el discreto hombre de Indiana se enfrentaba al torbellino de Los Ángeles, a una cultura opuesta a la de sus raíces y a un periodo de agitación política como no se ha conocido en Estados Unidos. Con su sempiterno traje y corbata, una hoja enrollada en su mano y un rostro inexpresivo, Wooden dirigía los partidos como si no le afectaran a sus emociones. Se sentaba, cruzaba las piernas y observaba los acontecimientos. Parecía que estaba en la ópera. Dicen que le importaba mucho más lo que ocurría entre semana, en los entrenamientos, donde Wooden exigía un compromiso feroz de sus jugadores, alcanzar el máximo de su potencial y trasladarlo al partido. El trayecto, en definitiva, no la estación final.

Sin embargo, sus jugadores más próximos –y quizá ninguno le ha reverenciado más que Bill Walton, a pesar de su famosa rebeldía hippy- han señalado frecuentemente que detrás de esa figura impasible se agitaba una febril voluntad ganadora. Quizá Wooden no podía permitirse esa vertiente pública, poco admirable para un hombre de convicciones morales tan rígidas, para el Wooden de los campos de maíz criado en una fuerte fe religiosa, para el austero campesino trasladado a los oropeles de Los Ángeles. Ese combate entre lo esencial de su persona y lo circunstancial de sus alrededores se mantuvo hasta el final de su vida. Wooden era un hombre de fundamentos básicos, en su vida y en el baloncesto, un moralista excesivo, en palabras de Kareem Abdul Jabbar, el jugador que elevó el juego de UCLA a cotas excepcionales.

Aunque la admiración y el respeto hayan presidido las opiniones sobre él–“John Wooden”, escribió Arnold Haro en un artículo publicado en 1973 por el New York Times, “es lo más cercano a la personificación de Jesuscristo en el deporte”-, no le han faltado críticos. En un artículo de Slate, el periódico digital perteneciente al Washington Post, Tommy Craggs escribía en 2006 un virulento ataque a Wooden, a quien acusaba de controlador obsesivo, un represor con excelentes modales y una moralidad poco acorde con los tiempos que corrían. “Paternalista, burócrata, rígido y estreñido”, afirma en su artículo. Craggs refiere, no sin acidez, algunos detalles del carácter del entrenador, como su obsesión por la imagen de sus jugadores –sus peleas con Walton, cuya larga cabellera le sacaba de quicio, eran legendarias- y la minuciosa atención a los detalles más ínfimos, como el contenido de algodón en los calcetines (no debía sobrepasar el 50% del tejido) o el régimen alimenticio de los jugadores: “Las comidas consistirán habitualmente en un filete de 10 a 12 libras o una porción equivalente de carne de buey, una pequeña patata cocida, una verdura, tres piezas de apio, cuatro pequeños biscotes, algo de miel, té caliente y una macedonia. De vez en cuando, dejaré que los jugadores coman lo que les apetezca”.

Su obsesión por la formalidad exasperaba a sus más fervientes partidarios. Jabbar nunca ha dudado en situarle como una figura decisiva en su vida, pero sentía la rigidez moralista de Wooden como un freno a su deseo de explorar la vida, de estar a altura a la altura de los turbulentos tiempos que a una generación le tocó vivir. Sydney Wicks, la gran figura del equipo entre las etapas de Lew Alcindor y Bill Walton, pidió permiso al entrenador para saltarse un entrenamiento y acudir a una manifestación contra la guerra del Vietnam y a favor de los derechos civiles. “Esta manifestación representa una cuestión de principios para mí”, argumentó Wicks. "Comprendo perfectamente lo que me dices. Yo también soy un hombre de principios, y no tengo ningún principio más básico que el del entrenamiento. Si acudes a esa manifestación, no seguirás en el equipo”, le contestó Wooden. Hablaba el hombre que había diseñado a lo largo de los años su famosa pirámide, un articulado de 25 principios esenciales para alcanzar la cima, definida por una idea muy personal del éxito: “El éxito es un estado de paz mental, resultante de la satisfacción que produce saber que has hecho el máximo esfuerzo para alcanzar lo mejor que eres capaz de conseguir”.

La idea de lo básico, se proyectó sobre su vida personal y profesional. Para Wooden, el baloncesto era una cuestión de fundamentos, de moralidad, del aprendizaje de lo esencial y de los peligros de lo accesorio, hasta el punto de convertirse en un ferviente detractor de los mates. Quizá por eso mismo no puso ningún reparo a la regla que impidió los mates en el baloncesto universitario tras la llegada de Lew Alcindor al equipo de UCLA. De alguna manera, el técnico se sintió respaldado cuando su joven pívot desarrolló su letal gancho para imponerse en el juego de ataque.

Cuando se retiró del baloncesto, tras la victoria de UCLA sobre Kentucky en la final de 1975, John Wooden contaba 65 años. Su leyenda se había definido en los últimos 12 años, a una edad provecta, en el fragor del mayor cambio generacional que se ha conocido en la historia. El hombre de Indiana se hizo mítico en California. Aprendió a relacionarse con un mundo muy diferente del suyo. Todas las críticas a sus excesos moralistas no impiden pensar en un personaje capaz de observarse a sí mismo y no concederse ninguna ventaja. Pasaron largos años antes de obtener las victorias que se le habían negado durante casi 20 años. Cuando se sintió preparado, cuando comprendió que había atado todos los cabos sueltos de su personalidad y sus conocimientos, comenzó a ganar y no se detuvo hasta el final de su trayectoria como entrenador, aquel día de la primavera de 1975. Han pasado 35 años más hasta el final de su vida. Han servido para convertirlo en el gran patriarca del deporte norteamericano.