Entrevista con profesora huida de Corea del Norte

Esto es Corea del Norte. 


Desertar del régimen norcoreano se paga con la muerte o una larga estancia en los campos de concentración. China, amiga de Pyongyang, devuelve a los que captura. La gente lo sabe y por ello son muy pocos los que se aventuran a huir, pese a la dureza de las condiciones de vida en el país más aislado del planeta. Además, el continuo lavado de cerebro del régimen, como reconoce Gang Na-hyun, impide a los norcoreanos darse cuenta de sus miserias. Tiene 39 años y en el Norte fue profesora de literatura coreana. Reside con su marido y su hijo de 13 años en Seúl desde 2006 y acepta la entrevista tras pedir que se modifique su ciudad de origen y que no se la fotografíe de cara, porque teme por su familia que sigue allí.

Pregunta. ¿A qué hora comenzaba su trabajo?
R. Llegábamos al instituto a las 7.30 de la mañana, porque antes de empezar las clases todos los profesores estudiábamos juntos el Pensamiento Juche (catecismo ideológico del “presidente eterno” Kim Il-sung, basado en la autosuficiencia) y las políticas de Kim Jong-il.

P. ¿Cómo iba al instituto?
R. Andando. En Corea del Norte todos andamos, el transporte público es prácticamente inexistente.

P. ¿Cuánto ganaba?
R. Muy poco, no llegaba ni para comer tres días. Además, desde el año 2000 el Gobierno no nos pagaba los sueldos —tampoco el de mi marido que era profesor en la Universidad de Bellas Artes—, ni daba los subsidios de comida. Ni siquiera recibíamos maíz. Nosotros fuimos afortunados porque yo tenía un tío en Japón y todos los años mandaba algo de dinero, pero se murió en 2004 y se acabó. No podíamos vivir.

P. ¿Cuándo decidió irse?
R. En 2006, pero tardamos un año en ponernos en marcha. Nos animó mi cuñada, que fue la primera en llegar a Corea del Sur en 2005. La siguió mi cuñado. El viaje era muy peligroso, pero quedarse suponía morirse de hambre. Yo he visto a mis vecinos comer hierba y hojas de los árboles.

P. ¿Quién lo decidió, usted o su marido?
R. Él decía que venía primero, pero yo quería que fuésemos juntos. Sabía que podíamos morir en el trayecto (dice sin poder reprimir las lágrimas), pero lo prefería. Aquello ya no era vida y el hambre empujaba.

P. ¿No tenían problemas políticos?
R. No. Yo siempre creí que Kim Jong-il era el mejor líder del mundo y que el hambre la causaban Estados Unidos y Corea del Sur al impedir el comercio.

P. ¿Nunca oyó hablar de los campos de concentración?
R. Sí, pero los consideraba normales. Dentro estaban las personas que criticaban al Gobierno que luchaba por nosotros. Nunca hasta llegar aquí escuché el término “libertad de expresión”.

P. ¿No le molestaba estudiar a diario las obras de Kim Jong-il?
R. No, era lo que se debía hacer. No se cuestionaba.

P. ¿Le comentó a algún amigo que iba a marcharse?
R. No, imposible. Me podían denunciar. Allí solo se confía en la familia.

P. ¿Cómo fue el viaje?
R. Cogí a mi hijo y su cartera y nos subimos con tranquilidad al tren. Nadie fue a despedirnos para no levantar sospechas. Dos días después llegamos a Hyeriong, en la frontera, la ciudad en la que debía reunirme con mi marido al día siguiente. La gente a la que mis cuñados habían pagado lo tenía todo organizado. Estuvimos en una casa una semana hasta reunir a los 11 que íbamos al sur. En esa frontera, tanto los policías como los militares chinos y norcoreanos están comprados. Todas las tardes entre las 7.00 y las 7.30 miran para otro lado mientras la gente cruza el río.

P. ¿Lo hicieron en barca?
R. No, era marzo y estaba congelado. Lo hicimos a pie. Se tardan unos minutos.

P. Y una vez en China, ¿cómo fue?
R. Viajamos durante tres horas en dos coches, más otro detrás que hacía de vigilante, y llegamos a una casa donde nos dieron de cena huevos fritos y arroz muy caliente. ¡No lo podía creer! En el Norte, los huevos son un manjar y solo se comen en cumpleaños. Además, China estaba muy desarrollada. Esa noche comprendí que había otra forma de vida.

P. ¿Cuánto tardó en llegar a Corea del Sur?
R. Durante seis meses fuimos cambiando de casas y de ciudades hasta que atravesamos la frontera con Tailandia. Como estaba previsto, la organización nos dejó y, como nos dijeron, caminamos hasta encontrar a un policía. Le dijimos que éramos surcoreanos extraviados y que nos llevara a la Embajada. Eso hicieron, aunque estoy segura de que sabían que éramos norcoreanos.

P. Y aquí, ¿se integró bien?
R. Estuvimos varios meses en un centro para refugiados (en esos centros son interrogados por los servicios secretos y a veces por la CIA). Luego el Gobierno nos dejó salir y nos dio una cantidad de dinero para establecernos.
P. ¿Saldó las deudas del viaje?
R. Sí, costó tres millones de wones surcoreanos por persona (unos 2.000 euros). Como éramos tres, pagamos nueve millones.

P. ¿Ha vuelto a dar clase?
R. No, aquí no reconocen los títulos del Norte. Eso al principio me frustró mucho. Empecé trabajando en el comedor de una empresa, luego en una pizzería y ahora estoy en un centro de llamadas.

P. ¿Qué le sorprendió más de Corea del Sur?
R. La abundancia de comida y que todos puedan comer.

P. ¿Qué sintió al enterarse de la muerte de Kim Jong-il?
R. Los sentimientos están mezclados. Solo quiero olvidar, aunque mi hermano está allí con su familia y le echo mucho de menos. Mi padre ya ha llegado, pero mi madre desapareció hace tres años cuando emprendió el camino del sur. No hemos vuelto a saber de ella. Imagino que ha muerto. (Las lágrimas ruedan y vuelven a quebrar su voz. Gang se disculpa: “Jamás lloré en el Norte, pero al llegar aquí casi me deshago en llanto y sigo sin poder controlarlo”).

P. ¿Cree que cambiará el sistema?
R. Aquí todos dicen que no habrá cambios, pero yo confío en la reunificación porque mi hermano está allí y le da miedo el viaje.

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