Ni tuyo ni mío

Andrés Trapiello.



SIEMPRE le hizo a uno muchísima gracia el modo en que el padre de mi tío Vitalino, marido de Estilita, hermana a su vez de Porfirio y Presvinda, le explicaba a su mujer, Basilisa  (en León nos las gastamos así con los nombres propios), lo que iba a significar la República, que acababa de ser proclamada en 1931: “Será algo muy bueno: entre lo que tenemos y lo que nos toque del reparto, estaremos mucho mejor”. El hombre consideraba que lo suyo era suyo, y lo de los demás, de todos.

Es más o menos lo que piensan de la llamada propiedad intelectual algunas gentes, negándola sin rebozo después de vestirla con una palabra que suena enteramente altruista: el procomún . Sus argumentos, si no los ha comprendido uno mal, son los siguientes: hay bienes que son de todos: el agua, el aire, el conocimiento científico, el software y, también, las obras culturales. En el caso de los creadores, como ellos no crean de la nada, sino que son parte de una cadena de cientos, de miles de años, deben devolver su obra a los demás, en lo que han denominado retorno social. Leo en un periódico a uno de los defensores del procomún: “Para que a alguien creativo se le ocurra algo, ha tenido antes que leer un montón de cosas (...) y ha necesitado una infraestructura, bibliotecas, transportes, canales de acceso... Hay una dimensión en la creación que es procomunal: por eso es un absurdo que a alguien al que se le ocurre algo le den la propiedad en exclusiva por ni se sabe cuántos años”. Sí se saben los años, ochenta. Muchos o pocos, según se mire. Pocos, por ejemplo, mientras al palacio de Liria, que es también una creación cultural, con todas las colecciones de arte que contiene, no se le aplique el concepto de retorno social, al igual que a todas las patentes de objetos en los que intervenga la rueda, que viene, como se sabe, de atrás, y sin la cual no habrían sido posibles.

Jamás ha ocultado uno, al contrario, lo ha difundido desde hace años, este raro convencimiento, compartido, me consta, por otros creadores: la sensación de que los logros propios nos son ajenos, como si tal o cual página, tal o cual poema, nos lo hubiera dictado alguien mucho mejor que nosotros, en tanto que fracasos o errores los reconocemos de inmediato como propios. Por tanto, algo de lo que sostienen los defensores del procomún es cierto. Todo lo sabemos entre todos, decía Giner de los Ríos, quien lo había oído de un pastor soriano. Por eso no le importará a uno renunciar a sus derechos en favor del común: el día en que dejen entrar en el palacio de Liria a todo el mundo como en su propia casa, o llevarse de la tienda de Apple, sin pagar, naturalmente, el ipad con el que van a descargarse bienes del procomún, o engancharse gratuitamente a la red telefónica o, invocando al inventor de la rueda, hacer uso del primer coche que tenga a mano. Lucha uno por algo así desde que era joven, desde que pensó que el mundo sería mejor si lo compartíamos todo con todos, si seguíamos el principio clásico: trabajar cada cual según sus facultades y recibir según sus necesidades. A eso se le llama comunismo, pero se teme uno que nos lo están explicando como a la tía Basilisa. Ahora bien, si llega la cosa, ese día lo mío es de todos, y lo de todos, mío. O mejor aún: ni tuyo ni mío.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 22 de enero de 2012]

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