Comer o no comer, esa es la cuestión

Manuel Collado.




La única intervención demostrablemente efectiva para retrasar el envejecimiento, de manera reproducible y extensible a muy distintos (y distantes evolutivamente) organismos, es la conocida como restricción calórica. Esta práctica consiste en reducir la ingesta de calorías en la dieta sin caer en la malnutrición. Ya en los años 30 del siglo pasado, pioneros como Clive McCay, de la Universidad de Cornell, demostraron que ratas alimentadas con una dieta baja en calorías vivían hasta el doble que el grupo de ratas alimentadas ad libitum (es decir, sin restricciones hasta saciarse). Además existía una clara correlación inversa entre cantidad de calorías consumidas y supervivencia media alcanzada, que podía ser forzada hasta alcanzar un límite en el que, obviamente, la escasa aportación de calorías era insuficiente para permitir la vida. A lo largo de muchos años, la misma observación se ha podido confirmar en levaduras, gusanos, moscas, ratones, …, e incluso recientemente, aunque aún no concluido en su totalidad, se han dado a conocer los resultados preliminares positivos obtenidos en un estudio con restricción calórica en monos (ver abajo la referencia concreta 1).
Todo esto ha hecho que la investigación científica en este campo y su efecto sobre la longevidad haya alcanzado cotas de enorme popularidad. Y como lógica derivación, las primeras comunidades de fanáticos ayunantes convencidos de estar arañando horas o días en cada comida que se saltan han empezado a surgir (florecer no sería un adjetivo muy acorde con el aspecto externo de estas personas), principalmente en Estados Unidos, por supuesto, sin esperar a datos y pruebas científicas claras. Sin embargo, mi recomendación y la de muchos otros más autorizados sin duda que yo, es la de “¡no intenten esto en casa!”. Incluso en esta área que lleva décadas de experimentación animal y en la que parece existir un amplio consenso, también existen voces discrepantes no carentes de cierta base bien fundamentada. Según los críticos, reducir la ingesta de alimento sitúa a los animales en una contexto más próximo a la realidad que encuentran en la naturaleza, en donde la comida no les cae en cantidades masivas cual operación humanitaria a escala descomunal, si no que la búsqueda de alimento es una lucha constante en la que emplean gran energía y que no resulta exitosa en muchas ocasiones. Realmente, argumentan, lo que estos experimentos demuestran es que la alimentación que los animales reciben en los laboratorios de investigación no es sana y por ello su reducción es beneficiosa. Los que hayan comido en cafeterías de institutos de investigación muy probablemente estén totalmente de acuerdo con esta hipótesis. Más aún, según algunos trabajos, la restricción calórica no es beneficiosa en todas las cepas de ratones (lo que podríamos equiparar a los distintos grupos étnicos de seres humanos), y cuando se realiza un estudio exhaustivo con un elevado número de ratones de diversas cepas, lo que se observa es que no se produce un beneficio generalizado, e incluso se puede observar un perjuicio para la salud provocado por dicha restricción calórica (para la referencia especializada ver 2).


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