Juan Carlos I, el transitorio; de Arcadi Espada


Nada más lógico que aprovechando los festejos del aniversario de las primeras elecciones hayáis vuelto una vez más a vuestra vieja canción impugnadora. La chusma española, de la que formas parte aunque la militancia te exija una cierta discreción sobre tu cuenta corriente, no puede reaccionar de otro modo ante el mayor éxito de la Historia moderna. Entre Carlos III y tú no hay nada comparable y de ahí que proyectéis sobre la Transición vuestro cargado aliento. El fracaso español existe y sois vosotros, y la Transición se hizo, imperialmente, contra vosotros. El tipo exacto de gente que sois, las presuntas razones que invocáis y hasta qué punto suponéis algo especial en los instrumentos desafinados del concierto de las naciones me traen sin cuidado. Es verdad que en todas partes hay gente que confunde sus apocalipsis personales con los colectivos. Es verdad, también, que hay un permanente comercio político en torno a esa gente, que se agrava en tiempos de crisis. Y es verdad, por último, que proliferan los enganchados a una estética del fracaso que se transmite de generación en generación como el color de los ojos. La chusma se vitamina, además, con la actividad de los españoles que quieren dejar de serlo, porque esa es la forma que adopta su fracaso: como debió decir Cánovas, nacionalista es el que no puede ser otra cosa.

La Transición supuso algo insólito en el mundo: el paso de una dictadura a una democracia sin que mediara revolución alguna. Ese es el sentido de la expresión «de la ley a la ley» que acuñó el verticalísimo Torcuato Fernández Miranda. La Monarquía cayó por una revolución. La República cayó por otra revolución. La Dictadura cayó por un acuerdo. La circunstancia podría llevar al orgullo civil, porque demuestra el grado de madurez de las élites políticas españolas de entonces. Todavía despierta la admiración de Europa. El presidente Borut Pahor se quejaba ayer sombríamente en El País de las dificultades de la reconciliación nacional en Eslovenia, 26 años después de la independencia: «Hay que caminar juntos. Y déjeme decirle que en eso admiro mucho a España y la figura de Adolfo Suárez. Ustedes lo consiguieron, es un éxito fantástico. Ojalá nosotros también podamos». La Transición fue un acuerdo entre demócratas. Su interpretación corrompida empieza por considerarla un pacto entre franquistas y demócratas. Falso. Ningún franquista participó en la Transición. Ningún comunista tampoco. Ni Fraga era franquista ni Carrillo comunista. Adolfo Suárez era el mismo demócrata que Felipe González. Jordi Pujol el mismo que Martín Villa. No fueron las elecciones del 77 ni la Constitución del 78 lo que los hizo demócratas. Todos ellos habían decidido ya que sus ideas sobre la organización de la convivencia solo podían pasar por el acuerdo democrático. Los que no aceptaron el axioma quedaron excluidos. El primero, Franco, al que solo la muerte, la gran niveladora, pudo hacer un demócrata. Y, por supuesto, el pistolerismo fascista y nacionalista. La palabra fetiche de la época fue chaquetero. Fue irremediable que se aplicara a los antiguos fascistas mucho más que a los comunistas. Pero da lo mismo: todos los que hicieron la Transición cambiaron su chaqueta. E hicieron bien. Hay que cambiarse la chaqueta de vez en cuando.

Entre los innumerables pactos de los demócratas destaca el de la excepcionalidad. No el del olvido, como sigue diciendo la interpretación corrompida. El que busque cadáveres en las cunetas que acuda a la colección de la revista Interviú, el testimonio más completo de la Transición. No había semana sin una historia de cunetas y venganzas. Y aludo a la literatura popular, porque la literatura culta ni siquiera hubo de esperar a que la transición se completase en 1978 para publicar la gran mayoría de lo sustancial sobre la Guerra Civil y el Franquismo.

Párate aquí un momento. Sí, la Transición acabó en 1978, con el fin del periodo constituyente. Los intentos de ir alargando su final -el 23-F, el triunfo socialista, la vuelta al poder de la derecha con Aznar, el revisionismo de Zapatero- sólo han sido perversas manipulaciones posteriores de la política que han colaborado irresponsablemente en la idea de España como transición eterna. Algo que celebra y alienta antes que nadie la ontológica deslealtad nacionalista.

Los demócratas no pactaron el olvido, sino el cierre de un estado de excepción que había durado 42 años. El pacto no decía que los hechos no hubieran tenido lugar, sino que los delitos no habían tenido lugar. Los delitos de los ministros que firmaron penas de muerte y los delitos de los terroristas que ejecutaron penas de muerte. Los demócratas prefirieron legislar sobre los vivos que sobre los muertos. Carretera o cuneta. La admirable decisión tomada introdujo rápidamente en España la ley democrática, permitió el ingreso en la Comunidad Europea y facilitó, en pocos años, un desarrollo económico sin precedentes modernos.

Ahora una fracción de españoles pide la revisión del pacto de los demócratas. Aunque no deberían mentir: no pueden reclamar la verdad, porque la verdad es pública desde hace mucho tiempo. Reclaman la venganza. Selectiva, por supuesto: la reclaman para Martín Villa y no para los asesinos de Melitón Manzanas o José María Bultó. No hace falta insistir en la idiocia técnica que supone querer ganar la Transición que perdieron, como antes quisieron ganar la Guerra Civil perdida. Ni tampoco subrayar la perversión moral, «a moro muerto gran lanzada», de los que exigen una acción valiente cuando el riesgo de tomarla ya no existe. La mayor parte de ellos son gentes formadas intelectualmente en las series, y El ministerio del tiempo es una de ellas, y notable y española. Tampoco es descartable que la alucinada macedonia de su cerebro haya concluido que la transición fue una estafa porque Imanol Arias, el protagonista de Cuéntame, defraudó a Hacienda.

El primus inter pares de los demócratas que acordaron la Transición fue Juan Carlos I. Resulta impresionante que su hijo lo apartara esta semana de la celebración del gran pacto español. A Juan Carlos lo llamó El Breve el profético Santiago Carrillo. Algo habrá ganado si al final lo convierten en El Transitorio. El gesto de Felipe VI, desdichadamente personal y que el siempre menudo Gobierno del Estado no ha tenido la grandeza de corregir, es de una sorprendente mezquindad institucional. Pero lo peor es que refuerza la idea nacionalpopulista de que algo sigue abierto e inacabado en España. La revolución pendiente. Es lógico, y merecido, que de inmediato el nacionalpopulismo haya aprovechado la grieta para declarar que, en efecto, sigue abierta la transición a la República. Juan Carlos I se echó a perder como hombre cuando empezó a intercambiar sms con periodistas. Pero el otro día en el Congreso no se celebraba su abdicación sino su reinado y su impuesta ausencia dio a la ceremonia un inquietante aire de usurpación. Fíjate, sé que me dices, si fue una farsa la Transición que de la vergüenza escondieron la otra mañana a su principal muñidor. Y yo no concedo. Pero acuso.

Sigue ciega tu camino.

A.

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